El cuento del vaciamiento 

Desde los años 50 del pasado siglo, el capitalismo global, con sus muchas caras y facetas en diversos lugares del mundo, y el franquismo, en concreto, en España, representando una de esas caras o papeles en la tragedia de explotación a nivel mundial, provocó migraciones entre países y continentes, como ya lo llevaba haciendo desde las colonizaciones modernas, y también migraciones internas del campo a la ciudad, con el objetivo de mantener y crear nuevas condiciones de explotación de recursos. 

Siguiendo el mismo patrón de matriz colonial, hegemónica y extractivista, los movimientos de población del campo a la ciudad, que conllevaron la despoblación del territorio, provocaron una serie de consecuencias similares a las producidas en las colonias de ultramar: movimientos poblacionales, desarraigos emocionales y culturales, sentimientos de  inferioridad o negación y hasta de rechazo de lo propio, epistemicidios de saberes vernáculos, en algunos casos también lingüicidios, procesos extractivos de las materias primas y el vaciamiento de las gentes y las actividades que propiciarán ulteriores explotaciones extractivas en nuestros días de similar matriz colonial. 

Este proceso, documentado a nivel mundial, aunque con sus especificidades locales, alertó a activistas y pensadores muy variados que vienen reflexionandodesde la década los años 70 sobre dichos procesos, sus consecuencias y, sobre todo, sobre las dinámicas que los sustentan y legitiman. El impacto fue tan intenso y generalizado que pensadores de latitudes, procedencias e intereses tan variados como Paulo Freire, Pier Paolo Pasolini, John Berger o Michel Foucault, por citar algunos, reflexionaron sobre los desplazamientos del campo a la ciudad, la conmoción producida en las poblaciones y los territorios y las consecuencias sobre los saberes y culturas tradicionales. 

Las huellas en el paisaje son visibles a varias escalas, desde el impacto de canteras a cielo abierto, parques eólicos o solares, y vías de comunicación rápida para el flujo de mercancías y personas a nivel global, que unen ciudades pero separan pueblos, hasta otras, más locales, que son abandonadas, igual que algunos cultivos y actividades, dejando a las pequeñas unidades de población languideciendo sin recursos en el territorio. 

Este horizonte brevemente descrito, común a otros muchos lugares, nos recibe en la Comarca del Campo de Belchite a instancias de la Asociación Territorio Goya para visitar, conocer e investigar algunos aspectos que, en varios momentos y procesos, han ido modelando el paisaje de esta comarca hasta la actualidad, siempre teniendo en cuenta que este horizonte cercano y local se encentra incardinado en otro mayor gobernado por las dinámicas del capital global. 

Con la ayuda de algunos miembros de Territorio Goya como Ricardo Calero y José Antonio Falcón, y con la guía inestimable de Alejandro Ratia, organizamos en agosto de 2024 la visita a esta comarca, enclavada en la cuenca del Ebro, en las estribaciones de la cordillera Ibérica, caracterizada por un paisaje estepario con presencia de yesos, calizas, areniscas y margas. La atención se centró en el río Aguasvivas y en algunos pueblos que, o están en sus riberas (Moneva, Almonacid de la Cuba) o muy cerca (Puebla de Albortón, Belchite, Valmadrid). 

Acompañando al río Aguasvivas, discurriendo por donde hubo un río (solo en Almonacid de la Cuba lleva agua con regularidad) tratamos, trataremos, de construir un discurso siguiendo el curso de lo que ya no está. 

Al igual que ha acontecido en otros muchos territorios rurales de Europa y, en concreto, en nuestro país, hasta configurar eso que se ha dado en llamar la España vaciada, siguiendo al periodista Sergio del Molino, quien en 2016 publicó La España vacía, la Comarca del Campo de Belchite ha sufrido emigraciones masivas a las ciudades desde los años 50 del pasado siglo determinando su vaciamiento actual. 

La situación que encontramos hoy no es producto del azar, como tampoco lo es la de cualquier otro territorio sin población ni actividad; ha sido vaciado como resultado de políticas de variado signo, y muy conscientes, que han conducido a la comarca a una situación en la que muchas cosas han desaparecido, como lo ha hecho el propio río Aguasvivas, por cuyo cauce tratamos de discurrir para elaborar esta reflexión. 

Sino la primera, una de las primeras desapariciones se produce en el propio pueblo de Belchite el viejo, que da nombre a la comarca constituyéndose como su “cabeza” y que se decidió no reconstruir. En agosto de 1937, en el marco de la ofensiva del Ejército popular sobre Zaragoza, que era el verdadero objetivo, se produjo la llamada Batalla de Belchite por la que la villa pasó a manos republicanas tras haber sido tomada por los golpistas en 1936. En marzo de 1938, el futuro dictador Francisco Franco, con la ayuda de la Legión Cóndor alemana que bombardeó el pueblo, consigue conquistar Belchite y toda la comarca. 

Aunque se construyó otro  pueblo, hoy conocido como Belchite el nuevo, inaugurado por Franco en 1954, el anterior, semidestruido, continuó habitado y languideciente hasta finales de los años 60, a pesar de que el régimen franquista decidió dejarlo en ruinas como ejemplo de, siguiendo la terminología de la dictadura, la barbarie roja y la victoria nacional. Al abandono y dejadez obligada del pueblo siguió la despoblación. Si en 1936 Belchite contaba con 3.812 habitantes, actualmente, y a pesar de ser cabeza de la Comarca del Campo de Belchite, cuenta con menos de la mitad, 1.526, según datos del INE de 2020. 

¿Cómo se ha llegado a esta situación? Las palabras tramadas de pensadores de diversos lugares y de personas que viven en directo la problemática de la despoblación nos permitirán comprenderlo. 

El educador brasileño Paulo Freire, en su conocido ensayo ¿Extensión o comunicación? La concientización en el medio rural, publicado en 1973, trabajó en Chile analizando la acción de los agrónomos llamados “extensivistas”, que perseguían una modernización de las sociedades y las técnicas agrarias en varios lugares de Latinoamérica. Esa política agraria, supuestamente orientada con criterios “técnicos”, lo fue más bien de propaganda, invasión y subordinación. Basándose en un claro sentido de superioridad y dominación técnica y moderna sobre las estructuras, saberes y prácticas campesinas tradicionales, el extensivismo cosificó al campesino, lo convirtió en mero receptor dócil de los contenidos determinados por los técnicos y lo negó como agente capacitado para transformar la realidad concreta en la que vive. 

Siguiendo las palabras de Freire, la conquista, manipulación y mesianismo dequien invade, necesita más conquistas para poder mantenerse. La propaganda y las consignas del invasor, para lograr sus objetivos, han de persuadir a los invadidos de que deben ser objetos de su acción, deben entender que sus prácticas y saberes no tienen ni utilidad ni viabilidad y que deben dejarse llenar por los subproductos de la cultura invasora capitaneada por los supuestos técnicos. 

El río Aguasvivas fue “domesticado” desde mediados de los años 60, transformándolo en lo que llaman el Canal de Moneva, que lo encauza rígidamente desde Blesa hasta el pantano; una decisión de tiempos tecnocráticos y que ha hurtado a las nuevas generaciones la experiencia de bañarse en sus pozas, algo que añoran Venancio Artal y Pascual Paracuellos, nacidos respectivamente en 1932 y 1942 en Moneva, que iban a bañarse a la Corrumblera, al pozo del tío Alberto o al azud que regaba las huertas colindantes. 

El río solía secarse por evaporación o filtración a la altura de la ermita de Sanched, a 3 km de Moneva, y en su cauce seco aún pueden apreciarse restos de infraestructuras de regadío islámico, pero a menudo llevaba agua que permitía bañarse y también regar las huertas río abajo.

 

Estos regadíos tradicionales han desaparecido desde que los tecnócratas han construido el canal. Aunque ya no sufren las crecidas y desbordamientos del pasado que también recuerdan Venancio y Pascual, paralelamente a la construcción del canal han desaparecido, según nos cuentan, entre otros, las vides, el ganado, el trigo y la recogida y el comercio del azafrán que completaba la economía familiar en su infancia. 

Este cambio en las dinámicas agrícolas fue impulsado utilizando criterios técnicos, como la canalización del río para el abastecimiento de los núcleos urbanos de la cuenca y especialmente al regadío intensivo, que también conllevaban la utilización de productos y maquinarias de la industria. En palabras de Venancio y Pascual, en los años 60, “cuando vino el Plan de desarrollo, o comprabas un tractor o emigrabas”, cumpliendo así las palabras escritas por Paulo Freire desde tan lejos que implican “dejarse llenar por los subproductos de la cultura invasora”. 

El llenado de subproductos de la cultura invasora en el campo ha sido analizado por Pier Paolo Pasolini, quien vivió el paso del fascismo a la democracia y también la transición de una sociedad arcaica, cuya base principal eran sus fundamentos campesinos, a la consolidación de una sociedad neocapitalista, consumista y de masas. Observa la despoblación del campo y la emigración de los campesinos, especialmente los meridionales, en dirección a las fábricas y las empresas del norte de Italia, y formula lo que él llamó su transformación o mutación antropológica. En Escritos corsarios (1975) y Letras luteranas (1976) encontramos la descripción de una radical transformación, íntimamente ligada al consumo y al hedonismo, a través de la información, la televisión y la tecnología, por la que un campesino muta de un mundo rural, precapitalista y premoderno, a otro urbano, capitalista y moderno. 

La llegada masiva de jóvenes de las zonas rurales a las ciudades en los años 70 para vivir en los barrios del desarrollismo y trabajar en los servicios, pero sobre todo en la industria, provocó la mutación antropológica que describe Pasolini, el desarraigo y también una subordinación cultural que acompañó a la subordinación de clase y que actualmente algunas pensadoras como Brigitte Vasallo reivindican bajo calificativos comotxarnegoen Cataluña o maqueto en Euskadi. 

Venancio y Pascual recuerdan que, en su infancia, en la escuela había unos 40 niñas y niños, y que Moneva contaba con unos 900 habitantes (539 según las estadísticas del INE), mientras actualmente, aunque aumentan en verano y se mantiene un censo de 124 personas, solo viven 8 vecinos durante todo el invierno. Cuentan también que, siguiendo su sentencia “o comprabas un tractor o emigrabas”, muchos de los jóvenes del pueblo marcharon a Zaragoza en los años 60 y 70, la mayoría para trabajar como taxistas. Relatan la anécdota (exagerada o no, da cuenta de una realidad) de que en la ciudad había unos ochenta taxistas provenientes de su pueblo. 

John Berger habla en Puerca Tierra, publicada en1979, donde recoge cuentos, poemas y textos escritos unos años antes en una zona rural de los Alpes franceses, del “advenimiento de la gran injusticia” derivada de la desaparición intencionada del campesinado, una clase y una forma de vida que había sobrevivido a los cambios económicos y sociales desde la revolución industrial, despachando así las experiencias, realidades y saberes campesinos como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la vida moderna. 

José Gracia, conocido en Fuendetodos como Pepe el cabrero por haberse dedicado desde su infancia al cuidado de un rebaño de cabras, cuenta que en el pueblo había unos veinte rebaños, la mitad de cabras y la mitad de ovejas, destinados a la producción de carne y, sobre todo, de leche para confeccionar quesos. Según su relato, hoy no queda ninguna de esas 2.000 cabras porque ya no hay relevo generacional (“ya no quedan madres que paran pastores”) para un trabajo intenso y sin descanso que ocupa todos los días del año. 

Hacer inviable la vida comienza por hacer inviables los medios de vida. Si el trabajo, además de duro, se desvaloriza, el resultado aboca al abandono; así lo relata Remedios Zafra en un libro publicado por el Ministerio de agricultura en 2007. Se trata de Lo mejor (no) es que te vayas, una recolección de narraciones en las que reflexiona sobre el consejo que dieron los padres de toda una generación, “lo mejor es que te vayas”, porque irse era la manera de disfrutar las oportunidades que ellos no habían tenido. En palabras de la escritora de Zuheros (Córdoba), “sus padres escucharon de boca de otros que ya lo vivieron cómo, al principio despacio y después con cierta rapidez, muchos pueblos fueron menguando hasta desaparecer un día. Escucharon que esto también les pasaría a ellos. El anuncio pareció convertirse en destino innegociable para los habitantes de los pueblos pequeños”. 

El vaciamiento de los pueblos se debe a la desaparición de las actividades que les daban sustento; pero es que con los pueblos desaparecen también muchos saberes aquilatados durante siglos por los campesinos. Enrique Martínez, el alcalde de Almonacid de la Cuba, y su mujer Ángeles Ruz, nos hablan de una floreciente industria que se desarrolló en el pueblo derivada del cultivo de un árbol, el almez, con cuyas finas ramas se hacían horcas que se exportaban a muchos lugares. Hoy, los árboles crecen sin podar en las riberas del río Aguasvivasy en las acequias que distribuyen su caudal en el único enclave por el que el río discurre actualmente, con agua que aflora en la conocida presa romana hoy colmatada. 

La desaparición de la producción de las horcas conlleva la desaparición de un saber. De igual manera. al perder determinados cultivos o ganados se pierden también conocimientos que han sido despreciadoscomo algo sin importancia, un “atraso” artesanal incompatible con la vida moderna. 

Muchas formas culturales y económicas vinculadas a la tierra fueron consideradas un atraso, algo que retrata muy bien el cine español desde, por ejemplo, ¡Viva Madrid, que es mi pueblo! (Fernando Delgado, 1928) o La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga, 1966) hasta Los santos inocentes (Mario Camus, 1984). En estas y otras muchas películas aparece la figura del rústico paleto sin cultura y sin habilidades para desenvolverse en el mundo moderno que marcó durante decenios la visión del mundo rural. 

La imagen del atraso domina muchos relatos, imágenes y representaciones y ha generado imaginarios que inferiorizan y subalternizan a la población rural y sus culturas desde los años 60 y, con mayor fuerza, durante los 80. En esa década, la política cultural y comunicativa española se volcó en ser europea y moderna y despreció todo lo que venía de pueblos y aldeas, algo que hoy se está revirtiendo. Una dinámica reciente que llevaba algunos años gestándose, y que ha aumentado desde la pandemia de 2020, está determinando una mayor conciencia del valor de los saberes rurales. 

En buena medida, esa recuperación y puesta en valor deriva de la producción reflexiva de Michel Foucault, quien, en el Curso del 7 de enero de 1976, denominó “insurrección de saberes sometidos” a la transformación de las relaciones entre saber, poder y verdad que los movimientos sociales que habían arrancado en mayo del 68 estaban propiciando. 

De sus planteamientos se deriva que una serie de saberes que hasta entonces eran entendidos como “menores” o “subalternos” se alzasen como alternativas perfectamente legítimas a los saberes tecnocientíficos. Así, los saberes de minorías o de grupos minorizados, racializados y subalternizados como mujeres, migrantes o proletarios industriales y, sobre todo en el caso que nos ocupa, agrícolas, empezaron a ser valorados. 

Pero durante muchos años el relato y la imagen más difundidos eran de atraso e inviabilidad de la vida rural. Un relato parecido al ficcional de Remedios Zafra o al real de José Gracia y Enrique Martínez, lo cuenta Jesús Langa, de 65 años, quien arrancó su viña en Puebla de Albortón, en buena medida por las subvenciones que ofrece la Unión Europea incentivando el abandono de este cultivo a través de la Política Agraria Común (PAC) y de la Regulación del mercado del vino, con la pretensión de estabilizar los precios arrancando viñas, pero obviando la consiguiente pérdida de empleo en las zonas rurales. 

Tales relatos ahondan en los detalles locales de una política de mayor alcance que consistió en vaciar el territorio de actividades que fijaban población en el rural. El vaciamiento fue producto de varios factores convergentes que propiciaron el abandono de los pueblos; bien porque la dureza de las condiciones del trabajo incentivaba otras ocupaciones; bien porque se desvalorizó a los pueblos, entendidos como atrasados, frente a la modernidad de las ciudades; bien porque se difundió el relato de la inviabilidad de la vida campesina; o bien porque algunas políticas agrarias estimularon el abandono de las actividades productivas (sobre todo las extensivas), lo que, finalmente, trajo aparejado el envejecimiento poblacional y el abandono de los pueblos. 

Un ejemplo más de vaciamiento en esta zona que ya había hecho “desaparecer” Belchite, el pueblo cabeza de comarca, lo encontramos en la desaparición del tren de Utrillas. Este tren se proyectó para dar salida al carbón de la cuenca turolense. En1900 se fundó en Zaragoza la Compañía Minas y Ferrocarril de Utrillas y en 1904 se inauguró la línea de 125’4 km y 11 estaciones, como las de Azuara, Valmadrid o Puebla de Albortón, que unía Utrillas con Belchite y Zaragoza.

Cuentan Isabel Latorre, hija del último ferroviario en la estación de Valmadrid, y Carmelo Montanel, también de Valmadrid, que recuerdan el paso de los trenes cargados con carbón y viajeros, y también el tren que traía y llevaba a los cazadores hasta que en marzo de 1966 quedó suspendido el tráfico ferroviario y se cerraron todas las estaciones. De esta forma, se anuló un servicio básico de transporte que articulaba la vida de la comarca ahondando aún más en las circunstancias que promueven el abandono de los pueblos porque sin servicios públicos básicos como el transporte, la sanidad y la educación es muy difícil sostener la vida. 

La mayoría de los edificios de las estaciones se mantienen en pie, ni siquiera el abandono ha conseguido echarlos abajo, prueba de la calidad de unas construcciones cuyo uso merece ser activado. En la estación de Valmadrid, donde antes vivía la familia del jefe de estación y donde había un puesto de bebidas para los viajeros y una frondosa huerta con higueras, como recuerda Isabel Latorre, ahora hay abandono y ailantos resecos. Donde antes estaban las vías por las que circulaba el tren, ahora quedan los desmontes y tajos en el terreno que hacen aún más patente su desaparición. 

A pesar de que las causas de este vaciamiento son de variada naturaleza y obedecen a políticas de muy variado signo, todas ellas inciden en la misma consecuencia: el abandono de un territorio que previamente estaba lleno. 

El vacío actual no estaba ahí previamente, el territorio hubo se ser vaciado. La selva y la naturaleza virgen tampoco existen, no al menos en Europa donde todo el paisaje está humanizado y modelado por siglos y milenios de actividades primarias que han introducido animales y seleccionado cultivos o incluso han actuado con obras de ingeniería muy diversas. 

El vacío permite la épica del descubrimiento, es su razón y su excusa para llenar la tierra con una modernidad y progreso que no es más que, parafraseando a Paulo Freire, una forma de dominación y colonización. Sobre la tierra sin gente ni voz se sobrepone un vocabulario tecnócrata que dicta un nuevo orden. 

Primero hay que dejar la tierra improductiva para implantar en ella una nueva producción y una nueva lógica de la desposesión. Un vocablo de procedencia asiática nos permite pensar en ello. Una ley de colonización agraria del Imperio turco-otomano utilizó la palabra mawat para designar los terrenos desocupados dentro de sus fronteras. Para identificarlos y demarcarlos, la ley proporcionaba un criterio derivado de la ausencia de actividad humana: una zona pasaba a ser mawat si los sonidos y las voces de la población más cercana dejaban de oírse. Mawat (muerte, en árabe) se convirtió de este modo en el concepto administrativo para identificar a las tierras sin voz que eran susceptibles de ser ocupadas para asentar una nueva explotación agraria. 

Algo parecido ocurre en la Comarca del Campo de Belchite a lo largo del curso seco del río Aguasvivas por el que hemos estado discurriendo en estas líneas que dan cuenta de un pequeño viaje por los vaciamientos del territorio. Tanto la decisión franquista de no reconstruir Belchite como la decisión tecnócrata de encauzar el río Aguasvivas, el cierre del tren de Utrillas y otras muchas decisiones más difusas pero igualmente efectivas, han transmitido el mensaje, análogo para tantas zonas de España, Europa y América, de que la vida era inviable, atrasada y deficitaria en las villas y pueblos dedicados a la ganadería y la agricultura extensivas y que, parafraseando a Remedios Zafra, lo mejor era irse. 

Todo ese vaciamiento da pie a que actualmente se haya instalado lo que entra por los ojos al mirar el horizonte y lo que se huele en los campos y, dependiendo del viento, hasta en los pueblos: granjas intensivas de cerdos y campos de placas solares y parques eólicos. 

Donde antes hubo prácticas extensivas de agricultura y ganadería que se habían desarrollado durante siglos y que habían permitido la vida de campesinos independientes y autosuficientes, ahora, tras el previo vaciamiento, se convierten en zonas de sacrificio donde se instala, o lo que contamina o lo que impacta en el paisaje con consecuencias que están por determinar, o lo que no se quiere en los lugares del centro o del turismo. 

Esas zonas de sacrificio previamente vaciadas y desposeídas de agenciamiento y de viabilidad se destinan ahora a la explotación de recursos de los que se benefician otros. Las empresas energéticas suelen gozar de una posición dominante ya que negocian directa e individualmente con cada uno delos propietarios de la tierra afectados tanto por los aerogeneradores como por toda la logística e infraestructuras para instalarlos y explotarlos, algo que facilitan las administraciones con responsabilidades en el uso de espacios públicos, carreteras y vías pecuarias, etcétera. 

El provecho económico de la presencia en el territorio de granjas intensivas y campos solares y eólicos se reparte, siguiendo la lógica extractiva ya mencionada en el transcurso del texto, de forma extremadamente desigual. La instalación de los aerogeneradores, por ejemplo, beneficia económicamente a los propietarios de las tierras, pero el impacto visual y ambiental y sus posibles consecuencias los sufre toda la sociedad. Generalmente ni los puestos de trabajo ni las ganancias que generan compensan los impactos negativos presentes y futuros. En palabras de una persona nacida en la comarca, que trabaja como taxista en Zaragoza, “hoy los pueblos en los que no tenemos opciones de vida están en manos de empresas prepotentes que hacen lo que quieren, en parte permitidas por las diferentes administraciones que no defienden como debieran ni el bien público ni a los ciudadanos”.

 

Manuel Olveira y Javier Codesal